miércoles, 15 de junio de 2011

LAS UÑAS DE BORGES - A propósito del 25° Aniversario de su muerte.


                                                                       
Mi libro "FORJADOR DE PENUMBRAS" en la tumba de Borges 
en el Cementerio de los Reyes, en el Parque Plainpalais en Ginebra



                                                              Cuando yo esté guardado en la Recoleta,
                                                              en una casa de color ceniciento provista
                                                              de flores secas y de talismanes.

JLB - Las uñas – EL HACEDOR (1960)






El 14 de junio de 1986 fue sábado.

Con el habitual apasionamiento que nos suscita el fútbol, los argentinos palpitábamos el pase a octavos de final en el Mundial de Fútbol de México. Faltaba una semana y un día para el gol del barrilete cósmico a los ingleses y un par de semanas para que la escuadra nacional levantara la copa del mundo frente a Alemania. En el país, que estrenaba su democracia bien ganada, el Plan Austral cumplía un año y la CGT le hacía la sexta huelga general al presidente Alfonsín. El mundo todavía se espantaba con la pesadilla nuclear hecha realidad en Chernobyl o el desventurado revoloteo del Challenger.

Y fue ese sábado, en Ginebra, que Jorge Luis Borges se rendía a ese Alguien a quien tantas veces soñó soñándolo. Sabemos todas estas cosas, pero no aquellas que sintió el Hacedor al descender a la última sombra. Tampoco sabemos otras muchas, relacionadas con el destino ulterior de sus restos mortales, aunque sentimos que ciertas declaraciones enuncian el recuerdo de un recuerdo.

En lo que a mí respecta, el primer recuerdo que tengo de Borges no es bueno. En Literatura de 4° año nos dieron a leer “El hombrecito del azulejo” de Manucho Mujica Laínez y “El cautivo”, de Jorge Luis Borges. Era 1981 y mi afiebrado cerebrito adolescente se entretenía merodeando por los maestros de la literatura fantástica. Lógicamente, la historia de un duende cerámico unidimensional que se atrevía a desafiar a Mme. La Mort, me agradó más que esa peregrinación conjetural en torno al niño cautivo que regresa a lo que alguna vez fuera su hogar.

El segundo recuerdo, objeto de inconsolable arrepentimiento, tampoco es mejor. La fecha precisa se me extravía. Seguro fue hacia noviembre o principios de diciembre. Pero el año, aunque es posible que haya sido 1983, admite que fuera 1984. El caso es que Borges venía al Teatro Municipal 1º de Mayo de Santa Fe para mantener un diálogo sobre el Martín Fierro con su buen amigo, amanuense y secretario, Roberto Alifano. Contando a la sazón con 18 ó 19 años, ese día preferí viajar a Buenos Aires. Cualquier inclinación intelectual resultaba inoponible a la despótica codicia de un muchachito de esa edad que necesitaba visitar a aquella señorita que había hecho nacer una flor amarilla en mi corazón de piedra azul. La juventud provoca a veces esa falta de perspectiva: señoritas para festejar tuve muchas, oportunidades de ver a Borges en vivo y en directo, nunca jamás.

Devorador incansable de libros, mi referente de la literatura argentina era Adolfo Bioy Casares. Ya había finiquitado Historias fantásticas y Plan de evasión. En el afán de leer todo lo publicado por ABC, cayó en mis manos la Antología de la Literatura Fantástica, obra coral cuya selección y prólogo estuvo a cargo del propio Bioy, su esposa, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges. Confieso que al llegar al relato "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", renació el antiguo recelo. Sin embargo, fue la epifanía de un álgebra que hacía nueva todas las cosas. Leía y releía. Paladeaba con avidez inusitada. Me dejaba inocular por el más dulce veneno. Con la determinación de los conversos, me apropié de cuanto libro pudiera y con apetito troglodita me entregué a sus páginas.

Debo reconocer que sus teologías en torno a la secta del cuchillo me interesaban menos que las páginas dedicadas a “… los azares de los mayores, las literaturas que honran las lenguas de los hombres, las filosofías que he tratado de penetrar, los atardeceres, los ocios…, mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas, los sueños olvidados y recuperados, el tiempo…”. En efecto, como novísimo estudiante de Derecho, había hallado en la Filosofía el báculo propicio para recorrer esa sensación de naufragio temporal que me agitaba (no es que la sensación haya menguado, sino que con los años, uno se acostumbró a sobrellevar extravíos análogos). Encontraba en sus cuentos un recóndito eco familiar que me pacificaba al tiempo que me incitaba a perseguir la resolución de los multiplicados laberintos, cada vez más difusos pero no menos elocuentes. De forma malsana, sentía que nuestro Bardo Ciego escribía para mí. Era imposible no llegar a tal conclusión, si hasta había reseñado de manera harto admirable una de mis manías más curiosas: domeñar la porfiada industria de las uñas. Ese detalle tan pedestre, terminó de conquistarme para siempre.

Y sin proponérmelo, empecé a considerar a Borges como un amigo tal como él mismo se postulaba de Don Quijote. Y también me hice muy amigote de Chesterton; Stevenson; Schopenhauer; Kipling, el obispo Berkeley (faro de mi empirismo); Poe; Coleridge; Spinoza; Kafka, De Quincey y una larga lista de escrupulosas amistades con idéntico poder de interrogación. En los solitarios anaqueles de la biblioteca del Colegio La Salle-Jobson, me proveía de los devotos volúmenes. Y cada vez que venía a Buenos Aires, me transformaba en un cazador de calles, lugares y monumentos, intentando recomponer los paisajes de sus cuentos. Así como alguna vez comprobé con desazón que el bar inaugurado por el progresismo de Zunino y Zungri nunca había existido; años más tarde y ya mudado a la Reina del Plata, desdicha igual sentí en el Cementerio de la Recoleta, frente al mausoleo repleto de gloriosos antepasados pero vacío del Borges que anticipara de forma unívoca su derecho a seguir soñando junto a ellos, ese sueño del Otro . Los avatares de mi historia personal hacían que para esa misma época, me mortificara la posibilidad de que mis huesos no yacieran en la tierra santafesina donde también me aguardaban, pacientes, mis ancestros.

No obstante JLB jugaba con que quería para su sepultura las dos estrictas fechas y el olvido, creo que supo que su obra seguiría relumbrando para siempre. En este sentido, me declaro absolutamente ignorante de cualquier teoría sobre las causas que inspiran la conducta humana, pero no se me escapa que la necesidad de exorcizar la interpelación de la cripta vacante me impulsó a atesorar diversas ediciones de sus libros y sobre todo, de libros escritos sobre Borges. La última vez que conté, el conjunto se aproximaban a un vertiginoso medio millar. También tengo monedas, bustos, discos, muñequitos y algún que otro eufemismo explicativo que me permite recordarlo. No soy el único, ni me importa serlo. Sólo sé que es un férvido apasionamiento que tiene mucho de homenaje.

En días aniversarios como hoy, uno quisiera poder acercarse y con una desesperación de ternura decirle: Jorge Francisco Isidoro Luis, Jorge Luis Borges, querido Georgie, querido maestro perdido para siempre, soy nadie, soy un amigo. He venido a saludarlo. Menos mal que cada vez que nos abismamos al tráfico cibernaútico sucede la convergencia de las montañas sobre el moderno Mahoma que somos y tal prodigio se hace posible, acercándonos a la atiborrada lápida en la vieja Europa.

El cuarto de siglo transcurrido desde su muerte no ha conseguido calmar las disputas entre tirios y troyanos. Es probable que sabiéndose enfermo de muerte, ese antiguo deseo de ser el hombre invisible haya sido avivado hasta convertirse en un sagrado horror por evitar que las revistas retrataran la imperiosa agonía. Pero aún así, la ausencia de testimonios imparciales en sufragio de una voluntad disyuntiva ensombrece la decisión de depositarlo en una tumba excavada en el Cementerio de los Reyes, en el Parque Plainpalais. Alguno podrá postular que la vocación por convertirse en una reliquia atroz en el Cementerio de La Recoleta era de las cosas que le sucedían al otro Borges, a ese que tramaba su literatura para justificar al que ahora yace en un cimetiére de la ciudad atravesada por el Ródano. Es cierto. Como enseñaba Tácito, todos tenemos una santa ignorancia de lo que sólo ven los ojos de los que están por morir. Pero no es menos cierto que aunque una capilla del bando de los tirios (o los troyanos, según se mire) me honra con su amistad, no hay que ser un fanático de las teorías conspirativas o siquiera amante de la Colección Séptimo Círculo para darse a cálculos y permutaciones. Hay una traza evidente que bien podría engrosar las biografías, más o menos apócrifas, con las que en el Diario Crítica supo entretenerse un joven Jorge Luis Borges a principios de la década infame.

El progresivo pero sostenido apartamiento de los amigos de toda la vida, la sinrazón de ciertos actos que dejan claudicante a cualquier silogismo y la férrea vocación revisionista no pueden atribuirse únicamente a las disminuidas fuerzas de un hombre temeroso, de un hombre enfermo, de un hombre que siempre fue dócil a los deseos de las mujeres que gobernaron su vida. Veinticinco años después de su muerte, cierto aforismo latino retumba de forma amplificada: ex ungue leonem. Quizás la sentencia que completa la frase del epígrafe, no haya sido autobiográfica, sino profética.

Descansa en paz, querido amigo Borges.




© PABLO MARTÍNEZ BURKETT, 2011

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