miércoles, 23 de octubre de 2013

EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA (V): Fotos



En medio de mí gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú morirás, morirás dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la crueldad, que es una forma del amor.
Sheridan Le Fanu

Las historias son ventanas que se abren. Vemos ese pequeño retazo y creemos entender lo que ocurre al asumir que la vida es una sucesión temporal. Nos gusta simplificar bastante porque, aunque fuera una línea de tiempo, igual estaría plagada de titubeos, detenciones, giros más o menos pronunciados, despistes varios. En el apuro por la abstracción, somos incapaces de percibir la incesante cadena de causas y efectos. Probablemente sea mejor así porque de otra forma, no sólo estaríamos condenados a la inacción sino que hasta quedaría sacralizado el suicidio.

Ajeno a todas estas disquisiciones, un muchacho coleccionaba cámaras fotográficas. Un artilugio del siglo XX que vio su ocaso en la siguiente centuria. En una casa abandonada de Bloomsbury, el antiguo barrio de artistas y escritores, encontró la Argus C3 1939 que llevaba a todas partes. Luego vinieron otras pero esa, en especial, era su favorita. No fue fácil familiarizarse con el funcionamiento porque a pesar de haber sido durante décadas la cámara más vendida, ya casi no quedaban testimonios. Peor fue conseguir las películas e implementos para revelados y tal. Definitivamente fue una pesadilla. Pero con empeño, paciencia y un poco de suerte logró su cometido. Intuitivamente aprendió sobre exposición, luz, velocidad, lentes, obturadores y otras palabras caídas en desuso. Descubrió que en los tiempos antepasados las llamaban “The brick” y con desenfado empezó a presentarse como “The brick photographer”. 

La suspicacia de la gente cedía maravillada al verse retratada en una cartulina, unidimensional y ¡en blanco y negro! Y él encontraba un especial regocijo en deambular por la ciudad capturando la vida. A lo mejor se pasaba horas esperando un ocaso o el reverberar de un rayo de sol en una fachada. El calentamiento global había prorrogado el reino de la noche y aún en pleno día, no siempre había buena luz. Para peor, Londres se jactaba de su mal tiempo.
Pero nada evitaba que, como un cazador furtivo, se apostara en medio del gentío que hormiguea por Piccadilly Circus para captar un momento único. Sabía que entre esa marabunta desfalleciente encontraría el rostro preciso por el que habría de perdurar. Un rostro que fuera imagen de la melodía que sostiene el Universo.

Las jornadas se sucedían, entregado al novedoso oficio de retratista hogareño y al hobby de amonedar rostros callejeros. Así fue que un día se topó con Luana. O por mejor decir, con su magnetismo desbordante. Fue como si lo hubiera arrollado un huracán. La cara de la chica flotaba entre los demás. Su presencia opacaba cualquier otra cosa. El andar era de un acompasado hipnotismo. Y los ojos eran dos carbones que anticipaban una clarividencia feroz. La procesión de transeúntes perdió intensidad y se fue ralentizando hasta convertirse en un bloque indistinguible. Al borde del éxtasis, el muchacho se aferró a la carcasa de metal y baquelita y con mano experta, disparaba y hacía correr el carrete de 35 mm. No le importó agotar un rollo de película. Esa imagen bien valía cualquier sacrificio.

Para regresar a su casa debió sobrellevar la habitual combinación de transportes que le resultó de una penosa eternidad. Una urgencia desconocida se había apoderado de su espíritu. Deseaba revelar el material. No tenía edad para haber conocido a ninguno de los grandes felinos ya extinguidos pero imaginaba que había entrevisto a una pantera negra.

Apenas cerró la puerta, se aplicó con determinación al proceso de revelado. Fue minucioso con líquidos y elementos químicos. No ahorro en fijador y sales de plata. No quería malograr ninguna foto. De alguna manera sabía que aquella chica se parecía en mucho a su sueño. Tras la espera, las imágenes empezaron a brotar en el papel sumergido en la cubeta. Con una pinza fue pasando las fotografías. Gente, gente y más gente. Se desesperó: el rostro de la chica no estaba. Aguardó otro rato, pero nada. Sopesó posibles errores: exceso de revelado o su falta; defecto en la exposición, una inadvertida filtración de luz. 

Estaba seguro de haber observado cada paso a conciencia. Tenía que ser un desperfecto en la cámara. Un acceso de cólera sustituyó el estado de beatitud y estuvo tentado de destrozar la Argus contra la pared. Le costaba respirar, le costaba pensar. Consideró gastar todo un rollo para comprobar el desperfecto, pero eran tan arduos de conseguir y tan caros que optó por desmontar la máquina pieza por pieza para hacer una revisión a fondo del funcionamiento. Cuando finalizó, el trazo de una lágrima era más profundo que una cicatriz.
Canceló todos sus compromisos laborales y se apostó en la fuente de la rotonda. Los días pasaban sin el más mínimo indicio de la chica. Los dedos se le agarrotaban con la furia de la espera. La gente había perdido su atractivo. La vida había dilapidado su color. Ya oteaba con desánimo y entonces la vio. Venía derecho hacia él. El corazón le dio un traspié. Se puso a fotografiar como preso de un hechizo. Cada vez más cerca, una toma. Cada vez más cerca, otra toma. 

Al pasar a su vera, necesitó bajar la cámara y mirarla a los ojos. La chica le devolvió la mirada y sonrió divertida. Luego se evaporó entre la multitud. A pesar de la ansiedad, el viaje de retorno fue mucho más gratificante. En esta ocasión estaba seguro de haber logrado las mejores fotos de su vida. Se apeó del microbús aerostático y caminó silbando las pocas cuadras.

Sin embargo, algo anómalo lo rondaba. Eran sombras indefinibles, una presunción imperfecta, como si alguien lo estuviera acechando desde la creciente oscuridad. Aunque la felicidad de la experiencia cauterizó el alerta, igual aceleró el paso. Al doblar la esquina casi se dio de bruces con una persona que venía en sentido contrario. Fue un parpadeo, un aletear de ángeles. Cuando logró enfocar, tenía frente a sí al objeto de sus desvelos. Se quedó paralizado. No lucía tal como la recordaba. El rostro estaba transfigurado por una mueca diabólica. Ni siquiera alcanzó a articular una disculpa porque la chica saltó sobre él y le clavó los colmillos. En un último estertor comprendió que la vida se le escapaba por unas fotos. Intentó sonreír con la paradoja pero ya estaba muerto.

Luana lo arrojó de mala manera. Al caer, se le soltó la cámara. La chica se agachó para recogerla. En cuclillas estuvo un rato largo estudiándola. 

Finalmente, se la echó a la cara, apuntó al guiñapo exangüe y apretó el disparador.

© Pablo Martínez Burkett, 2013
Este es el quinto capítulo de la saga "El retorno de la crisálida", que abre con el cuento del mismo nombre y prosigue y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".


Agradecemos a Héctor Guzmán, fotógrafo mexicano afincado en Orense, quien gentilmente ha cedido la foto que ilustra el presente relato. Parte de su obra puede encontrarse en el blog Mirada tarasca. Y también queremos agradecer a María José Madarnás Álvarez, quien ofició de modelo.

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