jueves, 28 de noviembre de 2013

EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA (IX): El inesperado John Gillan


Cuando me cuentes la historia de tu vida, estoy segura de que será como si me leyeras una novela de amor.
Sheridan Le Fanú


Para Luana el género humano se dividía en dos grandes grupos. Uno, infinitamente mayor, que estaba integrado por todos aquellos individuos cuyo único fin era servir de la alimento para la Hermandad de la Noche. Y el otro, los menos, formado por la diminuta porción que merecía ser rescatada del engaño de los sentidos. Si hubiera nacido antes del cataclismo climático, al primer grupo lo hubiera llamado ganado: un colectivo conformado por seres idénticos, intercambiables, sin otro merecimiento que una abundancia variopinta. Antes de su conversión, Luana pululaba en este desapacible conjunto de discapacitados sensoriales. El transcurso del tiempo no había logrado menguar el bochorno de haber vivido tan ciega.

Pero entiéndase bien, que nuestra criatura de la oscuridad fuera un arco iris de sensaciones no implicaba que tuviera algo parecido a sentimientos. La mayoría de los humanos le provocaba indiferencia cuando no desdén. Los pocos rescatables, le suscitaban una curiosidad de entomólogo. Con los hermanos vampiros tampoco se sentía del todo cómoda. Eran meras herramientas para satisfacer su voluntad y en el fondo, también los despreciaba por el abuso que hacían de su condición inmortal. Por otra parte, la pequeña Ikito se había vuelto un ser descontrolado, casi indomable, inmersa en tremendas contradicciones y poseída por unos celos que a veces ponían en riesgo una cacería o aún peor, los exponía al progresivo cepo de Scontland Yard o la mafia china. 

La única persona que lograba conmoverla era su madre. Por ella sentía algo parecido a amor. Y por nadie más. 

Aunque últimamente esta afirmación no era del todo ajustada.

Luana se sentía un poco desorientada. Cada vez con mayor frecuencia se descubría pensando en un muchacho que vio al pasar, mientras iba tras un señor de traje, corbata, paraguas y bombín. Porque también era una coleccionista y ese personaje, vestido a la antigua, fue una colorida carnada y quiso morderlo por el simple gusto de saber cómo iba a reaccionar, tan atildado, tan pacato. Fue una decepción. No se resistió, apenas si levantó una ceja. Estos ingleses…

Al perseguir a la engañosa presa, vio al muchacho tirado en el pasto de Hyde Park, disfrutando indecentemente el sol aguachento del mediodía. No tenía nada de especial o por eso mismo, era distinto a todos. No pudo dejar de observarlo, entregado a la indolente modorra de asolearse sin más prisa que la del disfrute. Luego de yugular al aristócrata abúlico volvió apurada sobre sus pasos pero el objeto de su interés se había marchado.

Quedó como una anomalía más. Pero la reiterada imagen del mancebo yaciendo, respirando pausadamente, en total inadvertencia del peligro que lo rondaba, le causaba un novedoso estrago. Al principio se auto-engañó. Detenerse en el recuerdo de alguien joven, viril y a la vez, inocente; era parte del escrutinio habitual: humanos para hacerlos morir desangrados por succión, humanos para convertir en vampiros. Pero ese ser intensamente vivo disputaba el catálogo binario y mientras más lo pensaba más se tornaba evidente que pertenecía a una tercera categoría. Igual Luana se resistía a la evidencia y hasta se daba el gusto de pensarlo sabiendo que pronto habría de olvidarlo.

La equivocación no le duró mucho. Porque una nueva codicia, que no era de sangre, la hacía flamear la voluntad de una forma devastadora. Ya no podía siquiera pensar en otra cosa que no fuera en él. Y eso no era lo más grave. Una dulce pero incesante incomodidad le escocía las entrañas. Fue la pequeña Ikito quien la delató con su madre: ¡Luana está enamorada! Si sólo hubiera sido eso… Se sintió desnuda frente a un espejo, que aunque incapaz de reflejarla, le devolvió su fragilidad de mujer en flor.

Dispuesta a resolver la extravagancia, recorrió el parque una y otra vez. Pero no pudo hallarlo. En un acto de desesperación decidió acallar el apremio de su cuerpo y se acostó en el pasto, en el mismo lugar donde lo recordaba. El cambio climático había apagado la furia del sol y ya no era preciso aguardar a la noche para salir. Pero jamás un no muerto se había aventurado a tanto. Sin embargo, Luana era Luana y la voluptuosidad justificaba la osadía. Si hubiera sido capaz de ello, hubiera dicho que sintió un escalofrío al apoyar la espalda para dejarse abrazar por el astro rey sin otra protección que su deseo. Cerró los ojos y aguardó. Pero como nunca fue de mucha paciencia, poco faltó para que se marchara, enojada, avergonzada de sí misma. En el último instante fue capaz de percibir un aroma, un paso firme, un corazón bullendo.

Luana, todavía con los ojos cerrados, sonrió. La audacia valió la pena. Ese día iba a conocer a John Gillan.



© Pablo Martínez Burkett, 2013


Este es el noveno capítulo de la saga "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA",  que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".




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