miércoles, 5 de febrero de 2014

EL RETORNO DE LA CRISALIDA (XVII): Primera sangre en Barrio Chino


El vampiro está propenso a ser víctima de vehementes pasiones.
Sheridan Le Fanú


La pequeña Ikito no estaba bien de la cabeza. Su transformación había sacado lo peor de sí. Era el capricho llevado al extremo. El egoísmo intransigente hecho mujer. La crueldad más destilada. Creyó que como criatura de la noche iba a cambiar. Pero jamás se acallaron los monstruos que moraban en su interior, se hicieron más audibles. Y del odio a su padre pasó al odio a Luana.

Y ya ni siquiera podía disfrutar del desenfreno sexual. Le habían vaporizado a la mayoría de su séquito en el desafortunado ataque al Servicio de Hematología Clínica del University College London Hospital. Extrañaba al fogoso Tamal y la dulcísima Zora, el lecho sin ellos ya no era el mismo. Pero también extrañaba a los otros. Celebrar maratónicas orgías con las fauces rezumando sangre era lo más parecido a la felicidad. Sólo le quedaba Azathoth, el cachorro de jabalí que había adoptado luego del saqueo al Genetic Research Institute. Ver cazar a su mascota era una de las pocas alegrías remanentes. El horror y la locura extrema de las víctimas cuando se sabían atacadas por un jabalí-vampiro era un deleite. Que duraba poco.

De cualquier forma, salvo en las expediciones predatorias no podía salir a pasear con el animalito porque los esbirros de su padre tenían una orden especial de captura para la chica oriental con el javato. El pobre DCI Nakasawa no se resignaba a perderla y confiaba en que algún día la ciencia médica lograría revertir el proceso de vampirización. Hasta un tiempo atrás, ese asedio la halagaba pero ya era ocasión de renovado fastidio. Por eso le gustaba vagar solitaria por Chinatown, donde sus rasgos la mimetizaban.

Un cartel le llamó la atención. Pregonaba los beneficios de la moxibustión. Aunque se le escapaba el significado, sintió que en esa sola palabra estaba la solución de todas sus miserias. Entró. Un chino con aspecto de buda obsequioso la recibió sentado tras un mostrador. Asumió que la chica conocía la medicina tradicional pero frente a la sucesión de preguntas, empezó a protestar sobre la ignorancia de las nuevas generaciones. Ikito estuvo a punto de yugularlo pero necesitaba saber y haciendo pucheros, puso carita de sumisa. El buda, recobrando la risita, se avino a explicarle sobre esta práctica milenaria consistente en entibiar ciertas partes del cuerpo y puntos de acupuntura con una especie de cigarro. La pequeña nunca había visto fumar así que mal podía saber qué era un puro. El chino, paciente, sacó un par para enseñárselos. Le dijo que eran de raíz prensada de artemisa y que tenían el extraordinario efecto de activar el sistema circulatorio, mejorando el flujo sanguíneo y la circulación del chi, la energía vital. Y mientras hablaba, acariciaba las formas tubulares procurando excitar a la niña.

Ikito sonrió y desplegó todo sus encantos de serpiente. El chino se rindió al magnetismo. La llevó dentro del negocio para proseguir con la perorata. Ya anticipaba los placeres de yacer con el inesperado regalo o al menos, acariciarla. En uno de los cubículos había un hombre boca abajo, en una camilla. Una mujer con rostro de máscara le aplicaba las agujas y quemaba un tubo colorido cerca de la piel. La espalda del paciente estaba plagada de diminutas ampollas. Para atraer la atención sobre sí, el buda pontificó que sólo en manos de los maestros expertos se podían alcanzar niveles más profundos y saludables de sanación, porque mover la sangre a través de los meridianos sin los conocimientos suficientes podía acarrear la locura y aún la muerte. Y sacudió sus manos regordetas dando por sentado que era un médico diestro. Luego cerró los ojos con beatitud y se llamó a silencio, para que la niña comprendiera y se entregara de una buena vez a su lascivia.

Pero Ikito ya sabía lo suficiente. Le saltó al cuello. Fue brutal. Quiso que el buda sufriera. Antes de dejarlo morir, le arrancó el pene y se lo mostró mientras le sorbía la sangre, murmurándole al oído que se lo iba a dar de comer a su jabalí. Después lo mordió con tanta furia que le quebró el cuello. Con el paciente y la mujer máscara de cera fue más expeditiva. Los desangró sin pasión y luego robó todos los implementos y libros. Tenía mucho por aprender. Mucho por experimentar. Haría arder a Luana.



© Pablo Martínez Burkett, 2014

Este es el décimo séptimo capítulo de la saga "EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA", que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".




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