lunes, 13 de enero de 2014

EL RETORNO DE LA CRISÁLIDA (XIV): Fait divers


El mundo no tiene fe en la conversión de cualquier hombre, nunca se olvidará de lo que era, nunca le creerá que pueda cambiar, son prejuicios implacables y estúpidos.
Sheridan Le Fanú


Siempre me causó perplejidad que la gente sienta tanto espanto por la Muerte. Nacemos para morir, es parte del proceso natural. Ni siquiera la mortandad que sobrevino al apocalipsis climático logró alterar ese horror. Es cierto que modificó algunas costumbres: si antes sólo las clases acomodadas enterraban a sus difuntos, la superpoblación de los cementerios hizo que la cremación fuera obligatoria para todos. La ley trajo un alivio generalizado. A nadie interesaba ya los velorios, los ataúdes, la tanatopraxia ni las pompas fúnebres; fasto que quedó reservado únicamente para los miembros del Consejo Unificado y los militares de alto rango. No sé cuándo decidí ser cronista de la Muerte. O sí sé, pero desde entonces soy objeto de escarnio y condena pública.


Por esa causa omití presentarme en su hora. Mi nombre no importa. Sólo diré que era un periodista que se aburría en un mundo donde los límites entre la ficción y la realidad se habían borroneado desde el mismo momento en que la catástrofe allanó cualquier frontera. Con estilo pulcro y literario pero rebosante de cinismo, me dedicaba a narrar hechos reales que, de tan absurdos, parecían ficción. Hasta que me sorprendió mi enfermedad. Al principio se manifestó como un trastorno hemorrágico. Tras penosos análisis se concluyó que mi sistema inmunitario producía bandadas de anticuerpos que me estaban destruyendo las plaquetas. Se me diagnosticó una forma anómala de trombocitopenia que ni siquiera la medicina genética podía curar. Las recurrentes hemorragias en la piel prácticamente me tenían postrado en casa y en el diario pronto me despidieron.


Empezó mi peregrinar por el Servicio de Hematología Clínica del University College London Hospital. Para detener la producción de anticuerpos se me inyectaron dosis admirables de inmunodepresores pero no sirvió. Después, me filtraban la sangre para remover los anticuerpos pero no mejoraba. Se decidió extirparme el bazo pero el recuento de plaquetas seguía descendiendo. Tuve una severísima hemorragia del tracto digestivo que me obligó a permanecer internado por semanas. Hasta que padecí un sangrado dentro del cerebro. Al principio, se preocuparon por el futuro de mi psicomotricidad, pronto se temió por mi vida.


Estar alojado en un servicio de hematología no es algo grato. No lo digo por la sucesiva defección de los compañeros de infortunio antes bien por el tedio. Para entretenerme, me imaginaba la vida anterior de cada uno de esos miserables o trataba de acertar el número de días que les quedaban, conforme la cara de los atribulados parientes. También tomaba nota de las nuevas normas de seguridad y la instalación de sensores antropométricos contra la plaga venida de Europa del Este. En su extravío, la División Roja de Scontland Yard creía que el banco de sangre iba a ser sometido a un ataque inminente. El propio jefe, el DCI Nakasagawa, había venido a supervisar las tareas.


Estaban en lo cierto pero por las razones equivocadas. Ikito, la hija de Brian Nakasagawa, venía fastidiando durante semanas sobre las bondades de apropiarse de la sangre atesorada. Luana era una paciente cazadora, disfrutaba acechar desde las tinieblas. Y esto era un deshonor, un agravio a la Hermandad de la Noche. Era semejante a cazar en el zoológico, esos parques con animales encerrados que existían antes de la catástrofe. Ikito redobló el chantaje emocional y finalmente la convenció, invocando la tranquilidad futura de Madre. Lo que la pequeña nunca dijo es que en ocasiones se sentía melancólica y se refugiaba en las sombras de su casa paterna. En una de esas visitas furtivas había escuchado una conversación sobre la infalibilidad del nuevo sistema de detección instalado en un sector del Hospital.


El ataque sucedió un viernes. Previsiblemente, ningún escáner fue capaz de identificar a las Criaturas de la Oscuridad. A los pacientes ni nos tocaron. Se ensañaron con los enfermeros, guardias y visitas. Fue un aquelarre de gritos, dentelladas, intentos de escape y convulsiones. No pocas víctimas se orinaron encima, o quizás peor. No hay nada de elegante en un ataque vampírico. Es violencia, sadismo, regocijo malsano. Es miedo y aterradora resignación. Las súplicas se acallaban por las carcajadas de las bestias desatadas. La manada de Ikito fue la más salvaje. Luana se limitó a supervisar el robo mientras los cuerpos se apilaban por los pasillos con muecas que delataban el horror.


Estaban terminando de cargar los refrigeradores repletos con bolsas de sangre cuando irrumpió un batallón de elite de la División Roja. Llegaron con sigilo, recubiertos con sus armaduras de kevlar y con armas que nunca había visto. Los jóvenes vampiros seguían absortos en su festín y la horda de Luana completaba la coreografía de carga. Probablemente la pérfida Ikito lograra su cometido. Los iban a masacrar con los fusiles de haces ultravioleta. A no ser que alguien los alertara.


En medio del carnaval satánico se escuchó el estrépito de un orinal de latón lanzado con fuerza. Eso fue suficiente para que Luana percibiera la agresión en ciernes. Impuso órdenes precisas mientras los fusiles empezaron a centellar en silencio. Los vampiros quedaban vaporizados en medio de una luz azulada. Pero ni el entrenamiento ni las armas de la División Roja fueron suficientes para igualar fuerzas. Luana en persona comandó la represalia. Era más veloz que los rayos ultravioletas. La vi saltar, volar, girar, morder con saña. Estoy seguro que disfrutaba con la situación extrema.


Los de Scotland Yard se replegaron con más bajas que ilesos. Pero los vampiros no salieron indemnes. La furia de Luana se podía tocar. Creo que evaluó degollar a Ikito ahí mismo y sumarla a los caídos en combate. Pero no quería mortificar a Madre. Sin embargo, tuvo tiempo de acercarse a mi lecho. Me escrutó con detalle. Puso la mano en mi frente y cerró los ojos. Se diría que esperaba algún tipo de revelación. Y sin más, me mordió. Fue su desaforado modo de agradecer el aviso que les salvó la vida. O la muerte, vaya uno a saber.


Ahora soy fuerte. Estoy sano. Soy eterno. Ahora soy un paria. No dejo de ser periodista. Cuando abrí los ojos a mi renacida vida, Luana me dijo que era mi obligación llevar la cuenta de todas las cosas. Es lo que vengo haciendo desde entonces.


© Pablo Martínez Burkett, 2014



Este es el décimo cuarto capítulo de la saga "El retorno de la crisálida",  que abre con el cuento del mismo nombre y que prosigue con (2) "Los ojos de Luana"; (3) “Tiempos mejores”; (4) “Frutos de la tierra nueva”; (5) "Fotos"; (6) "Venator"; (7) "Tu madre te ha dicho que no"; (8) "La otra plaga"; (9) "El inesperado John Gillan"; (10) "El color de la nieve"; (11) "Presagios de tempestad"; (12) "La perla de la noche"; (13) "Las llagas del Efecto Caldero"; (14) "Fait divers"; (15) "El sabor del futuro"; (16) "Un souvenir del infierno"; (17) "Primera sangre en Barrio Chino"; (18) "Los Hijos del Sol Negro"; (19) "La sombra de Madre"; (20) "La ordalía de John Gillan"; (21) “El día de la insensatez”; (22) "La estrella de la venganza"; (23) "El pérfido Doctor Wong"; (24) "El camino de la ira"; (25) "El dulce sabor de la sangre"; (26) "El destino de una mirada"; (27) "Gambito"; (28) "El llanto de Milena"; (29) "Un sordo clarín llamando a batalla"; (30) "Carte blanche" ; (31) "Sombra y fuego"; (32) "Una visita de cortesía"; (33) "Sobre el trono del dragón"; (34) "Un golpe de efecto"; (35) "Escarmiento"; (36) "El último concilio", (37) "Fiesta"; (38) "No es más que sangre" y (39) "El talismán".




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